lunes, 11 de julio de 2011

PARADA SOLICITADA

No hay más ciego que el que no quiere ver. Ya me lo decía mamá. Bien que lo comprendí en las últimas semanas, en una secuencia que me hizo olvidar el tiempo o que el tiempo se olvidara de mí, quién sabe… Era una escena repetida. Ella subía al metro en la parada siguiente a la mía. Propiedades inexplicables. Nadie parecía notarla. Yo era la afortunada excepción, el tuerto en el subterráneo país de los ciegos. Mejor, un Polifemo con ojo que todo lo ve. O lo intuye. Porque yo intuía que la realidad se hermanaba con mi deseo. Me explico. Bajos sus enigmáticas gafas de sol y su ceñida gabardina, yo notaba la desnudez de su cuerpo. Lo esencial acaba siendo invisible a los ojos… de los demás. Porque yo veía sus pechos turgentes, la curva de sus caderas, la infinitud de sus piernas y la generosidad de su culo. Una mujer anónima e invisible a los demás, anónimos pasajeros del tren de la ceguera que ignoraban la dureza de aquellos pezones, el contraste de aquella cintura o el recorte del vello púbico que concentraba toda mi atención. No hay más ciego que el que no quiere ver. Pero ella si me miraba a mí. Doy fe de ello. Creo que sus ojos negros eran capaces de desnudarme, quizás con tanta pasión como la mía. Una escena que se repetía día a día, siempre la misma estación, siempre el mismo vagón, siempre la misma mirada… Quizás el comienzo de mi locura.

Eso pensaba esta mañana cuando, una vez más, mi tantálica condena volvía a repetirse. La parada de siempre. La escena de siempre. Mucho más atrevida. Juro haberla visto despojarse de su eterna gabardina y haber mostrado al mundo su desnudez. Ni ropa interior, ni asomo alguno. Yo ya lo sabía. Pero no intuía lo que vino después. Con lenta parsimonia paseó sus manos por la interminable desnudez de su cuerpo. Se paró. Sin prisas. En su entrepierna. El rojo de sus uñas se mezcló con el calor de su interior. Caricias fundidas en rojo. Su sexo abierto al mundo. Escándalo en el metro que sólo yo podía evitar…

Con toda la sencillez del mundo fue la historia que conté a la policía. Los individuos que me pusieron la camisa blanca no me parecieron agentes del cuerpo. Nadie halló cuerpo del delito. La ceguera domina el mundo y yo quiero bajarme de él en la próxima estación. Los señores de blanco no me dejan pero yo insisto en irme. Me espera mi trabajo, mi jefe y un largo recorrido en metro…


2 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Oiga, en qué parada de metro se sube usted?

palabras y silencios dijo...

que infinita puede llegar a ser nuestra imaginación.