Mientras arrancaba el coche tras abandonar de un portazo la tremenda discusión entre yo, humilde profesora que pretende cambiar el sistema docente y el rector, lo único que me contenía las lágrimas de rabia y me consolaba era pensar en aquellas dos cosas que mayor placer podían producirme para olvidar una mañana nefasta. Un puro ejercicio de autoayuda. La primera, subirme a la pulcra y ordenada mesa de caoba del rector y vaciar mi intestino sin piedad, y la segunda, encontrarme a ese alumno que secretamente en mi más sincera intimidad mental, me desmontaba con sus ojos verdes y su voz viril cada vez que en clase, me regalaba alguna susurrante pregunta.
Giré el volante para salir del recinto universitario aún exaltada por la bronca y el portazo, y por mucho que pueda demostrar que se tratase de una casualidad o de una misteriosa conjunción de astros, aseguro que a la salida del campus y apoyado en la señal del ceda el paso, estaba mi alumno. Como un regalo del cielo.
Perpleja por el hallazgo, ni se me pasó por la cabeza preguntarle qué hacía allí en horas de clase; ni se me pasó por la cabeza no abrirle la puerta del coche e invitarle a subir con una exigencia que aún me pregunto de donde salió.
Sus susurrantes palabras y sus ojos desmontaron lo poco que quedaba de quien era yo antes de meter la llave en el contacto y dar el portazo, antes de respetar el ceda el paso. Un mal día lo tiene cualquiera, pensaba, mientras llena de una valentía maravillosa que me despojaba de mis principios y mi sujetador, le bajaba la cremallera de sus pantalones y ansiosamente le sacaba de su boca con mi lengua una a una cada pregunta susurrante.
De vuelta a la Universidad, sosegada, viva, satisfecha y capaz de comerme el mundo, recordé que tenía que advertirle al rector y a su mesa que en lo sucesivo, tuviesen cuidado conmigo... tenía poderes, solo tienen que susurrarme preguntas en clase.
(Para R. y su alumno, que inspiraron esta historia)
1 comentario:
me gusta. felicidades.
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