Le rompí las bragas, no sé yo en
que estaba pensando, pero se las rompí. Las cogí por los lados y tiré con
fuerza. Me sorprendió la fragilidad de la tela y como cedió ante mi apasionado
impulso. A ella no le gustó nada, “¿Qué haces?” con ese tono tan desagradable
que ella utilizaba y me dio un bofetón. Esa escaramuza nos excitó muchísimo.
Así, sin querer, empezó todo.
Como en un pacto no
preestablecido nunca comentábamos lo que hacíamos a la hora de follar. Esos
momentos los manteníamos latentes dentro de ese espacio que era nuestra
sexualidad. Supongo que para expresarnos libremente cuando llegara el momento,
para que ninguno de los dos se pudiera
sentir coartado a la hora de expresar su deseo. Tampoco hablamos de las bragas
ni de la bofetada.
La siguiente vez le pedí que me
pegara otra vez, durante la refriega, abstraído porque ella sudaba y apretaba
los dientes, “Pégame” y me pegó con todas sus fuerzas. Nos corrimos a la vez.
No tardó en pedirme que le
escupiera. Eso abrió una puerta que quizá, visto con perspectiva, nunca debimos
abrir. Sin darnos cuenta estábamos exprimiendo nuestra sexualidad al máximo:
“Escúpeme”. Supongo que las palabras, el tono imperativo, también hacían mucho.
La pequeña violencia se convirtió
en una compañera inseparable aunque, en verdad, no queríamos. Sé que ella
pensaba igual que yo de modo que durante un tiempo, ya conscientes del
problema, iniciábamos nuestros escarceos con mucha suavidad, con mucho cariño,
con besos y caricias pero de repente se le escapaba a ella un mordisco en el
labio “Ay, perdón” o a mí un cate en su culo y volvíamos a empezar.
Como con todo pecado tendimos al
exceso porque la dosis que necesitamos cada vez para conseguir el mismo
resultado, iba siempre creciendo. La vida misma. El peligro no era el punto en
el que estábamos sino donde podríamos llegar si continuábamos así.
Por primera vez hemos hablado de
ello porque esto se nos va de las manos.
Le digo que ojala no le hubiera
roto nunca las bragas.
Ella me responde que ahora eso parece un juego
de niñas.
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