Llegaba, por fin, la inminente apertura de mi
pequeño establecimiento de vinos y exquisitas tapas. Colocando estaba las
viandas que degustarían los invitados a la inauguración, dentro de pocas horas,
cuando sentí la puerta.
Entró un morenazo de esos que solo habitan en la
imaginación de una. No podía decirle que aún estaba cerrado, que era imposible
atenderle porque fui descubriendo hipnotizada la perfecta distribución de sus
rasgos y la armonía de su complexión corporal. Mi sentido común se volatilizó.
Nuestras miradas colisionaron parando el tiempo en todos los relojes de la sala
y casi mi corazón.
-
¡Qué bien huele! ¿Puedo comer algo?
Reaccioné como pude. Sonreía mientras abría una
botella de rioja que serví sin derramar, milagrosamente, ni una gota de vino.
Mi turbación era más que evidente. Le di la copa y al cogerla me rozó la mano.
Sus labios carnosos se posaron en el cristal al
que envidié de inmediato. ¿El guapo quería comer? Pues yo le iba a dar lo mejor
de la casa. Cerré bien el local mientras le contaba lo de la próxima apertura.
Le ofrecí una tosta cubierta de alboronía
coronada con una anchoa del Cantábrico, cuyas olas ya las sentía en mi vientre.
La degustó mirándome los pechos, mientras yo volvía a llenar su copa. Acercó a
mis labios el vino que tragué sedienta. Cuando le apartaba unas cocochas, la
especialidad de la casa, se coló dentro de la barra. Cogiéndome de la cintura
empezó a probarlas. Cerraba sus enormes ojos de miel al paladear la textura y
el sabor exquisito de aquel manjar, que no era nada comparable a lo que yo
esperaba catar minutos después. Pero me equivoqué. El que quería seguir
comiendo era él: arrodillándose, se deshizo pronto de mis prendas y comenzó a
lamerme sin tregua.
Imposible describir aquí tan inmenso placer que
puede dar un hombre que sabe bien lo que tiene que hacer cuando hunde su cabeza
y su lengua entre tus piernas. Ese goce infinito, esa cadencia de movimientos
bien acompasados, ese placer inmenso…
Tan maravillada estaba de su hazaña que cuando
me propuso cambiar las tornas le solté algo parecido a ‘No sé si sabré
corresponderte igual’
A lo que me espetó:
-
¡Tú sabes latín!
Le contesté con la mejor lengua que podía
expresarme: la mía. Recorrí con mi boca aquella increíble pieza descomunal, un
portento de la naturaleza dicho sea de paso, con todo el arte y esmero del que
era capaz, y era mucho, lo reconozco. Ahora era yo la que disfrutaba de lo
mejor que podía comerse en ese local, mientras él gemía sin decoro.
Me volvió contra la barra, apoyé los brazos en
ella. Con un gesto pidió permiso para entrar en mi alocado y ardiente cuerpo
que ya lo esperaba anhelante. Lacónicamente le respondí:
-
Apertus est
No hay comentarios:
Publicar un comentario