El
placer la había rondado pero el conocimiento real no había llegado hasta aquel
día. Hubo otros hombres y otros nombres, otros juegos y otras posturas, otros
momentos y otros días. Nada comparable. Cuando llegó con aquel misterioso
regalo notó que el deseo y la sorpresa se mezclaban en su interior. Una venda
para vestir sus ojos mientras era desnudado su cuerpo. Ceguera física para
abrirse a la contemplación del placer. No veía pero sentía. En cada poro de su
piel. En cada rincón de su cuerpo. En cada nueva caricia. En cada nuevo beso.
En cada nueva postura. En cada nueva acometida... El placer debía de ser
aquello. Profundo, húmedo, lento, irrefrenable, arrebatador, sensual, eterno...
Desde ese momento de instantes, minutos, horas o días, ella no supo ni quién
era, pero sabía con creces lo que había vivido y lo que deseaba seguir viviendo.
De aquí a la eternidad. La vida anterior no debía o no podía haber existido: no
habría tenido razón de ser. Porque pocas cosas en la vida pueden llegar a tener
sentido... Quizás el que le dan regalos como el que recibió su amante. Una
bandeja de plata, dos ojos ensangrentados y una nota. Toda una explicación en
pocas palabras: “en esta vida, lo
esencial es invisible a los ojos”.
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