Despertó de un sueño profundo y febril. Telarañas de fuego en sus ojos de color
albahaca. Había soñado que se arrodillaba ante aquel hombre que la poseía de
noche en su cama, a oscuras, mientras su esposo dormía, sin más presencia que
la evocación de su nombre. Todo estaba delimitado por la frontera insalvable de
la fantasía. Había soñado que se arrodillaba con la boca abierta, que sus
labios probaban aquel fruto durísimo y caliente. Lo había degustado con la
lengua callada, con el aliento encendido. Hasta que se derramó en su boca la
luna que lucía sobre las sombras de aquel parque a oscuras. Un parque
inexistente, figurado, imaginado en la fiebre de aquella madrugada fría como
las embestidas blandas que servían para cumplir el débito conyugal. Al salir de
la ducha, la voz de la muchacha que se encargaba de la limpieza.
-Señora, ¿qué hago con este pantalón? No creo que metiéndolo en la lavadora se vayan estas manchas verdes...
-Señora, ¿qué hago con este pantalón? No creo que metiéndolo en la lavadora se vayan estas manchas verdes...
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