Mi boda fue realmente bonita. La
preparé a conciencia. Papá contribuyó blanqueando buena parte de su capital. Un
traje de ensueño en un lugar de ensueño. Delicados encajes blancos acariciaban
mis pechos mientras el suave satén blanco apenas cubría la delicada actuación
que en mi vello púbico realizó aquel maravilloso salón de estética. Flores
blancas en la iglesia, ceremonia inmaculada y blancos pétalos acompañaron la
salida.
Sobre los níveos manteles del
convite se degustaron blancos espumosos, se mostraron las más nacaradas
sonrisas y se profirieron los más limpios brindis y promesas. Blanco de todas
las miradas fue el hermano de mi recién estrenado esposo, joven musculoso al
que unas blancas canas aumentaban su atracción entre las invitadas. Tras la
velada y tras una animada noche en blanco, yo sí que fui el blanco de todas las
miradas al ausentarme con mi estrenado cuñado en los impolutos servicios del
hotel de lujo. Allí pude notar, y hasta degustar, que bajo sus bóxers blancos se
escondía el dotado manantial del más blanco y cremoso de los fluidos. Nunca
debí dejar que la escena fuera blanco del objetivo del fotógrafo oficial de mi
boda.
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