La noche nunca fue una plaza con palomas. Es algo más difícil de explicar. Para entrar en la noche, entre otros detalles, se calza sin prisas sus medias-negras-de-redes de pescar en la acera unas pocas caricias verdaderas que no enseñen sus uñas despiadadas. Se abotona la blusa blancamente hasta el tercer botón, resaltando el paréntesis del pecho y sus tres lunares como tres puntos suspensivos. Y sube con cuidado —como un minúsculo ascensor que luego ha de bajar hacia no sé qué espejismos–– la dulce cremallera de la mínima falda, como el sudario negro de Satán. Envuelta en su colonia de rosas baratas se encomienda, sin príncipe, bajo la media luna de la medianoche, a sus tacones-de-aguja ––igual que anzuelos rojos–– lo mismo que a sus labios, que el carmín ha afilado a ras de espejo. Y con alguna lástima le guiña un ojo el rímel narcisista. Y la otra, envidiosa, le dice al otro lado: “PUTA”. Y ella le refiere: “La belleza exterior es de mentira: todo está dentro. Recuérdalo feliz”.
Para salir de la noche, cuando la noche muere con las botas puestas y las esquinas ya no son inconfesables, cuando el amanecer tiene olor a billetes por el suelo, y ante la cama desecha como una hoguera fría, la dama de noche zurce por dentro del alma sus medias-de-dar-guerra y retorna sin nadie a la paz de las sábanas. La paz devuelve palomas a sus ojos cuando duerme y sueña que cultiva geranios, nomeolvides, azucenas.
Y es rubia y zodiacal y esperándote.
Y a los pies de esta página te encuentra, y su labio en tu labio se deshace, como el fuego en el fuego, como el agua en el agua, como nosotros en nosotros mismos. No podrás olvidar su corazón ––igual que un cheque en blanco–– mientras sueña contigo y tú la arropas.
A plena luz del día, la paz es una plaza con palomas y tú no estás con ella, y tú no estás con ella, y tú no estás con ella.
¿Te pido un taxi entonces?
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