En cualquier sitio
le hacía yo cosas y ella se dejaba hacer. Sabía muy dulce toda ella y desde que
descubrí su punto débil, o fuerte según se mire, lo buscaba con insistencia.
Acabada de correrse
se ponía pálida como si hubiera visto un fantasma, le salían ojeras y se
quedaba muy seria y cansada. Sin embargo, no podía evitar buscarla en cualquier
rincón para provocarle aquella petit mort que la aniquilaba. “Lo van a notar”
parecía decir con sus ojos bajos, “No lo va a notar nadie, quien puede saber
que te quedas así después de correrte” pensaba yo, pero ella seguía pensando
que si, porque se escondía. Acostumbrada a ella misma, pensaba que a las demás
les pasaría lo mismo.
Era muy alta, más
alta que yo; contrastaba toda esa presencia con su fragilidad o sensibilidad
clitoriniana. Buscábamos cualquier rincón del patio o del jardín, relaciono
desde entonces todo aquello, la lujuria me refiero, con la frialdad de la
piedra, la sombra continua, el ciprés, el olor a mermelada y ajonjolí, la pared
encalada y el limonero.
Era enormemente
sensible allí donde yo le echaba la mano: a la entrepierna, cada vez que nos
quedábamos solos. Metía la mano por debajo de la enagua y allá que encontraba
el lugar exacto; era ya puro instinto. Cuando llegaba todo el mundo ella,
nerviosa, hacía como que se recomponía, yo me quedaba entonces mirándola y
cuando conseguía responder a mi mirada allí que me llevaba yo los dedos a la
boca o a la nariz para que viera. Ella no podía evitar sonreírse.
Sabía dulce, como
la fruta y era muy suave y carnosa, me besaba entregándome sus labios que
después quedaban rojos, como castigados, todo en ella, la pobre, era una señal
de haber amado, y se escondía después. No sé como expresar que se me entregaba
por entero, se me agarraba al cuello me besaba con toda la boca y yo metía la
mano por debajo de la falda y moldeaba aquel lugar con mi dedo corazón.
Todo calladitos, siempre en
silencio y siempre escondidos porque nunca, nunca jamás la vi romper su voto de
silencio.
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