Mi momento del día son las tardes.
Tardes de verano. Calurosas, insoportablemente calurosas. Suda cada poro de mi
piel. Parecen derretirse hasta las curvas que amasó el alfarero. Se eriza hasta
la última de mis impurezas. Y, en este patio,
todas las manos se dirigen hacia mí. Buscan calmar su sed. Unas son
suaves, con tacto amable palpan, se colocan y sacan lo mejor de mi interior.
Sin prisas. Otras son de torpes movimientos, algo bruscas, usan demasiado la
fuerza sin saber que yo entrego lo mejor de mí a todo el que lo demande. Pero,
puedo confesarlo, tengo debilidad por unas manos recias que se aferran a mis
curvas como si se fueran a escapar. Así, de principio. Luego rozan con sus
dedos la culminación de mis curvas para preparar el momento. Ese leve roce hace
mirar al cielo todas mis curvas en una dureza que parece mantenerse eterna.
Después me levantan con brusquedad, miran al cielo, cierran los ojos, me
aprietan aún más fuerte, abren su boca, incluso lamen mi erizado cuerpo y beben
de forma insaciable hasta el último líquido de mi interior. Confieso que el
vacío se apodera de todo mi ser. Llego a sentir la oquedad de mi cuerpo. A
veces, hasta se atreven a buscar con la punta de su lengua el último fluido y
el último aroma recordado. No hay placer comparable. Vuelvo a mi lugar y espero
pacientemente las manos que sepan
llenarme para volver a satisfacer tantos deseos. El verano es mi
momento. No se entiende el caluroso patio sin un búcaro…
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