Confieso que, al acostarme cada noche, mantengo dos
costumbres que son una pura liturgia. La primera es desnudarme despacio,
notando que el ambiente besa mi piel
desnuda, que mis pechos concentran su ser en la dureza suave de mis pezones y
que mi sexo se adueña de la libertad que siempre anhela tener. La segunda es
colocar bajo mi almohada un deseo secreto, ese placer inconfesable que sólo se
susurra entre las sombras oscuras de la noche. Suelo colocar bajo esa almohada
mis fantasías más secretas, mis perversiones más inconfesables, mis placeres
más prohibidos: son los mejores…
Después de lo vivido en estas horas, no creo
recordar cuál fue mi deseo de ayer. Se confunden realidades y deseos, detalles
y lagunas propias del sueño más profundo. No sé cuando llegó. Mi desnudez
disfrutaba de la blancura de las sábanas nadando entre limpias sedas. Entró sin
llamar. Directo a cumplir su misión. Sin apenas prolegómenos. Su lengua
recorrió cada pliegue de mis más profundo labios. La humedad de los superiores
quedó ridiculizada por la torrencialidad de los inferiores. No me dejaba
tregua. Quizás llegué a gemir. Quizás grité. Quizás le supliqué que se fuera.
Quizás mentí. Cuando se colocó sobre mí, noté la dureza de un cuerpo que se
prolongaba hasta mi interior. El placer debía ser esto. Una y otra vez. No se
te ocurra parar. Eso debí susurrar, quizás lo dije, quizás lo grité a cada
rincón de la oscura noche. Y no paró. Al menos, yo no me dí cuenta. En algún
momento me sentí naufragar entre las humedades que se esparcían por las
sábanas. Él ya no estaba. Quizás fue un sueño. Bajo la almohada no había rastro
de mis deseos. Ya estaban cumplidos. Con una elegancia impropia de su vulgar
apellido. En las sombras de la noche llamaba la atención el sutil contoneo de
su rabo…
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