Iba a casa a darme clases de
apoyo pero, a veces, se quedaba para cuidarme ya que mis padres viajaban mucho
y ella prestaba también ese servicio. La cosa es que a pesar de ser un
adolescente mis padres no se habían fijado en que yo ya no necesitaba ningún
cuidado. O más bien no se fiaban de mí. El caso es que la institutriz que me
daba clase de buenas maneras, idiomas, literatura y lo que se terciara, pasó
casi un año entero, con diversas interrupciones, conviviendo conmigo.
Eyaculé en su rostro porque ella
me lo pidió y jugábamos a otras cosas que ella me proponía como un juego aunque
yo ya no era un niño ni a eso se le pueden llamar juegos. Mandaba mucho la
institutriz y me indicaba lo que debía hacer como un mandato, por eso lo llamo
juego porque yo obedecía para complacerla.
-Colócate ahí…, no, boca arriba…
Y yo obedecía y ella se colocaba
encima, “Abre la boca” y yo la abría, “ahora saca la lengua”, “¡Más!”, y así.
Otros días traía cuerdas y me
decía que la atara a algún sitio aunque daba igual porque atada también me
decía lo que debía hacer. En otra ocasión trajo un tarro de mermelada y así.
-Debes prometerme una cosa.
-Lo que quieras.
-Nunca le dirás a nadie lo que
vas a ver a continuación.
-Lo juro.
Ahora el juramento no tiene
sentido. La primera vez que me mostró sus intenciones, cuando estuvo segura de
mí, se me desnudó delante toda blanca
como la leche, un voluminoso monte de Venus, frondosamente cubierto de un vello
negro y se masturbó sin ni siquiera
sentarse. De pié.
Alguna vez, alguna mujer, en
alguna circunstancia, me ha dicho que tengo costumbres raras. Siempre les digo
que a mí me enseñaron así.
1 comentario:
Hay maestras que enseñan mucho y muy bien.
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