Las piernas que se abren y lo perdonan
todo.
Muslos de reina, resbaladizos
labios
y la peca estratégica
y el adorno en el dedo,
un círculo por dentro de un
triángulo,
el nudito que haces y
deshaces,
un instante de oro que se va,
pero vuelve…
La boca desbocada,
que no rehúye —¡roja!— el
exabrupto,
el taco.
Contigo solo se me ocurre
blasfemar…
Y los oídos como el agua que
rebosa
y se derrama —¡puta!— por
todo aquello
que tu madre no quiso que
escucharas.
Y tus ojos —¡Gioconda!—
pegados a mi piel,
al óleo propio de mi carne
inmóvil.
La mancha de pintura
al borde del anillo con que me regalé, al
hacerme con tu mano,
como tú te regalas ahora
mismo.
(Y pensabas que así mejorabas la obra).
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