Ilustración: Raquel Suero
Baile de máscaras. La publicidad
no daba lugar al engaño: disfraz libre y máscara obligatoria. Una cuestión de
anonimato para la más sugerente de las fiestas.
Cuando opté por transformarme en
Casanova no podía intuir que los deseos y las realidades podían formar una
pareja tan indisoluble: encajes, sedas, terciopelos y peluca pedían toda una
emperatriz para satisfacer mis deseos. Y ha llegado, vaya si ha llegado. En
medio de una monotonía de enfermeras trasnochadas, de monjas irreverentes, de
brujas narigudas, de policías bien dotados, de generales engominados y de beneméritos
provocadores, ha llegado ella, el verdadero cuerpo de la fiesta. Porta una
máscara. Y un disfraz tan libre que ha llegado a parecerme inexistente… Cuando
ha accedido a bailar conmigo me ha explicado algo sobre un traje nuevo, sobre
una tela especial, sobre la magia de una prenda que sólo pueden apreciar los
inteligentes y aquellos que sepan interpretar bien su profesión. No sé si es la
noche, la magia, el alcohol o el calor de su cercanía, pero hay algo que me
confunde. Bailamos más que pegados y mis manos parecen resbalar por una piel
desnuda que pasa de tibia a caliente, por unas curvas que pasan de espalda a
honestidad perdida, por un cuello que pasa de sugerencia a rotundidad de unos
pechos cuya dureza invita al más profundo de los exámenes. Traje nuevo. De
emperatriz, creo que me ha dicho. Cuando mis manos se dejan caer entre sus
piernas no parece haber obstáculo a la voracidad de mis dedos y no creo
recordar aquello de la inteligencia para comprender la calidad de sus
pretendidos ropajes. La música apenas camufla un largo y suave gemido en la
noche de la apariencia. Acaba el vals y
parece haber terminado un sueño que no sé si he llegado a protagonizar. Baile
de máscaras. La ardiente humedad que chorrea entre mis dedos parece confirmar
mi sentido de la realidad. Ya puedo confirmar que la emperatriz no ha salido de
ningún cuento. Ni colorín. Ni colorado.
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