Le dije una y mil veces que no me convencían los carteles de las fiestas primaverales. Que les faltaba verdad. Que no conseguían plasmar la explosión que se produce en las calles, cuando estalla el azahar y la ciudad se convierte en una muchacha que arde por las esquinas.
-Te voy a enseñar un cartel, a ver si te gusta...
Me lo dijo y se fue de la habitación. Al cabo de un tiempo que se me hizo eterno, regresó. Desnuda bajo el mantón negro bordado en rojo. Me miró con esos ojos que parecen los del puente de Triana. Su boca iba de la sonrisa a la lascivia, de la lujuria a la ternura. Se colocó delante de mí.
-Aquí tienes tu cartel...
Y como un torero se abre de capa para recibir la primera embestida del toro, se abrió el mantón para que mis pupilas temblaran ante la onda expansiva de sus pechos. Dicen que un buen cartel debe ser un grito en la pared. Aquella noche, los gritos traspasaron las paredes hasta llegar a la luna llena de marzo.
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