El dilema se convierte en un peso
quizás ingrávido, etéreo, casi transparente. Llevo toda la noche cargando con
el peso de una culpa todavía no cometida, una sombra oscura que me envuelve
frente a la luz que ella irradia. Ya lo dudo, no sé si es un brillo exterior o
sale de lo más profundo de su ser. Del blanco sobre blanco de su vestido, del
encaje blanco sobre su blanca piel, de la frialdad nívea de las palabras con
las que me abrasa, de las sutiles maniobras con las que se ha ido despojando de
sus ropas, de sus tabúes y de sus normas, caídas, una tras otra, por los
límites escalonados de un rincón de la transparencia. Ya no distingo los
límites. Es el momento de decidir entre la vulgaridad de la fácil realidad con
la que contraje eterno matrimonio y la transparencia de unas curvas que me
invitan a lamer sensaciones, degustar placeres, palpar curvas y hacerme dueño
de lo más profundo de su sexo. Los términos se invierten: se trata del deseo o
de la realidad. Y tengo que decidirme. Creía haberlo hecho ya cuando su
pregunta me sumergió en un lascivo mar de dudas y deseos:
“¿Vas a irte ahora que viene lo
mejor?”
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