La Plaza del Salvador está abarrotada. A mi izquierda, aún lejana, está la Cruz de Guía de la hermandad de las Penas. Ha sido un día brillante, todas las cofradías han salido a la calle y la gente bulle de alegría y fervor ante la llegada de la tan esperada Semana Santa.
Tengo dieciséis años tan solo y me he despistado de mi pandilla, los amigos que aún conservo desde mi niez. Somos siete, como los pistoleros de esa película tan violenta que han estrenado hace unos meses en el cine Emperador.
Hace calor a pesar de que el sol ya se aleja y pronto se hará de noche. Esta será la última cofradía que vea hoy, porque mis padres no me dejan llegar muy tarde a casa, pero a mí no me importa, porque al igual que ayer, hoy también las he visto todas.
-¡Ahí está! -me digo. -Ya puedo verla bien.
El Señor de las Penas es muy bonito y todo el mundo le reza cuando pasa ante ellos con su cruz de carey caído en tierra. Y dicen que es muy milagroso. Yo cada vez que le veo le pido que me dé una novia guapa y buena, y que no tarde mucho en hacerlo porque ya no me aguanto las ganas. Las sábanas de mi cama están más tiesas que las alabardas de la Guardia Suiza del Vaticano.
Hay muchísima gente a mi alrededor, siento sus cuerpos empujándome y apretujándose contra el mío cuando el Senatus pasa cerca de mí. Esta insignia me gusta mucho porque los romanos son mis preferidos entre todos los pueblos antiguos de la tierra. Forjaron el mayor imperio del mundo, aunque mi padre dice que eso no es verdad, que el mayor imperio que ha existido nunca ha sido el Imperio Español de Felipe II. Si él lo dice...
De pronto se hace el silencio en la plaza, ha caído la noche y a lo lejos, por Álvarez Quintero, se vislumbra el paso del Señor.
Yo no soy muy alto y he de empinarme sobre las punteras de mis zapatos para poder verlo mejor. Cuando me tomo el primer descanso y apoyo todo mi cuerpo en las plantas de los pies, siento una mano atrevida hurgando sobre mi bragueta... una mano que suavemente sube y baja sin parar a lo largo de ella. Asustado, disimulando, miro a mi alrededor y solo veo hombres. Un sudor frío me recorre por completo la espalda y mientras otra insignia del cortejo pasa ante mis ojos, por primera vez en mi vida noto como una mano ajena a mis brazos me baja la cremallera y me saca la polla enteramente empalmada desde hace ya más de un año.
-Esto no me puede estar pasando a mí. No de esta manera, -susurro mientras ruego que esa mano anónima no se detenga nunca. Ahora mismo tiene atrapada entre sus dedos suaves mi carajo empendolado y lo maneja a su antojo, arriba... abajo... otra vez arriba... ahora masajea los huevos maravillosamente...
"¡Dios! ¡Me está volviendo loco! ¡Que me gusta!"
De repente me la suelta.
-¡No, no, por favor! -le grito sin levantar la voz. -No lo dejes ahora. -Y esto ya es un ruego.
Pero mientras pienso todo esto que no sale de mis labios, sus manos atrapan mis muñecas y la dirigen a su cintura mientras pega su culo a mi nabo y se refriega un poquito por él. Seguidamente, baja mis manos por sus muslos y se detiene debajo de las rodillas, me engancha los dedos al filo de una falda y vuelve su cara hacia mí. A pesar de su peinado de hombre, es una mujer muy guapa, madura, no sé... seguro que mayor que mi madre. Y está vestida con una chaqueta gris que me ha confundido.
-Ya sabes lo que tienes que hacer -susurra quedamente en mi oído.
Su voz es extremadamente cálida y me hipnotiza al instante. Ahora ya no hay confusión alguna, y aunque no sé muy bien lo que tengo que hacer, lo hago.
Subo su falda con premura por sus muslos cálidos y suaves, prietos aún a pesar de su edad, y cuando aquella prenda de pecado está por completo encima de sus caderas confirmo mis peores temores, aquellos a los que nos empujan irremediablemente nuestros más bajos instintos, aquellos que nos hacen vivir invariablemente perdidos. Cuando palpo asustado con mis temblorosas manos la piel que su falda oscura ocultaba, sé que no hay vuelta atrás.
"¡Dios mío, no tiene bragas!", pienso con cuarenta de fiebre mientras mis manos se queman en las carnes redondas y extremadamente suaves que seguramente se han criado en el infierno. Ella, expertamente, vuelve a calzar mi polla a punto de reventar y separando sus muslos la coloca con maestría en las puertas del averno...
-Empuja un poquito, niño... Haz algo -me dice entre dientes mientras noto como su cuello se tensa y comienzan a resbalar por él gotas saladas de sudor que me atrevo a lamer ante la oscuridad que hay en la plaza, tan solo iluminada por los cirios encendidos de los nazarenos que pasan.
Justo cuando consigo metérsela entera, dejando escapar un fuerte chasquido de mi lengua que quizás me delate, el Señor de las Penas se detiene ante mí clavando su dulce mirada en mis pupilas dilatadas y me garganta seca.
Cuando el paso se levanta para seguir su camino, doy un nuevo y brusco empellón al coño de mi amante y lo despido con un "Gracias, Señor, gracias por oir mis súplicas".
Nunca lo he hecho antes, pero en un momento me la estoy follando viva. Mi polla entra y sale de su coño ardiente como si fuera un invitado recurrente. Ella respira agitadamente mientras sus uñas arañan mis brazos que la rodean entre la gente. No para de mover sus caderas, lo hace delicadamente para que nadie se percate de lo que sucede más abajo de sus narices. A mí desde luego me da igual... y creo que a ella aún más.
Su coño me estruja el nabo una y otra vez, parece que me estuviera ordeñando. Y definitivamente, no puedo decir que no fuera así cuando finalmente, dando un fuerte resoplido, me corro como un poseso dejando un torrente de semen resbalando por la húmeda entrepierna de aquella desconocida señora. Ella gimió bajito y antes de apartarse de mí sentí los temblores de todo su cuerpo... Y como su culo, gordo, redondo y rebosante de salud, atrapó con sabiduría mi churra derrengada y poco a poco, muy despacito, sin prisas, me la fue poniendo nuevamente como el pedernal.
Antes de que llegara el paso de la Virgen, y aunque parezca increíble, mi ariete perforaba su ojete como si fuera un martillo pilón, sin detenerse ni un solo momento, con todos los obreros de mis músculos a tope, hasta que no pude más y terminé corriéndome en aquel angosto agujero que tanto placer me estaba dando. Mis dedos clavaron sus uñas en sus muslos de diosa mientras mi afortunado miembro se escurría vacío entre sus poderosas nalgas.
Cuando se volvía hacia mí con una sonrisa lasciva en los labios, que aún no había tenido el placer de besar, la Virgen de los Dolores se marchaba por calle Cuna abajo.
-En Velázquez, 12 dentro de una hora. -Un guiño rápido acompañó su cita. -Habrá que cenar, ¿no te parece?
Mientras la bulla se iba aclarando con lentitud, yo aún no atinaba a abrocharme la cremallera del manchado pantalón recién estrenado.
Aquella Semana Santa del 62 vi todos los pasos...
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