La mayoría de mis amigos de la infancia elegían el negro, sólo el negro. Decían que lo demás era un añadido sin sentido, que el bote tenía desperdiciada su otra mitad. Eran multitud sin apenas contestación. Algún rarillo de la época prefería la parte blanca, sin mezclar, una rareza apenas entendida por los demás compañeros de clase, que no dudaban en tildar a esos especímenes como seres inferiores que no entendían el sentido de la vida. Pero, para raro, servidor: un hombre de convicciones e ideas propias. Siempre defendía la mezcla, esa síntesis de la que salía lo mejor de cada uno. Blanco y negro. Alfa y Omega. Yin y yan. ¿Por qué separar sabores si el paladar los une?
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