Se pudre el hielo de mi whisky mientras que Penélope se desnuda sin misericordia y me arroja sus ojos como dardos. Dibuja contagiosamente este momento el afrodisíaco humo del pitillo. Las luces, con las sombras al cuello se diría, están bajas de ánimo. Huele la habitación a baño recién tomado y a madera, sándalo y vainilla. Huele a perfume y a estrategia. Huele a ella. Alguien dijo que el primer recuerdo que se tiene del mundo es un olor. No me importaría, si eso fuese posible, que mi último olor fuera el suyo. Porque así huelen, estratégicamente, sus muñecas, su cuello, sus tobillos o ese lado interno de los codos, pero también su escote y sus muslos y esa parte posterior de las rodillas… El maquillaje es hábilmente rojo. Sus ojos son más negros que nunca. Nada suena mejor que el nombre de sus telas: baby doll o tanga o liguero con bra de media copa. You Can Leave Your Hat On. Ya sé cuánto disfrutas, tanto que estarías, si eso pudiera ser, nueve semanas y media quitándote la ropa. Pero, nena, ni siquiera tengo toda la noche. Penélope lo hace todo, y siempre es algo más de lo que espero, por arrimarse al ritmo de la música, y lo consigue, vaya si lo consigue, mezclando la canción con sus serpenteantes movimientos de cadera, girando suavemente esa ruleta rusa de su culo, esa obra de arte y homicida, resbalándose sus dos pecaminosas mitades de manzana hacia los lados, pero también al frente y hacia atrás, izando por aquí y por allí sus innumerables piernas, aunque sean dos, aunque parecen más, y así igualmente los afilados esmaltes de sus dedos, que en este instante bajan, inocentemente rojos, arañando su rubia y peligrosa anatomía, usándolos ahora para abrirse rasguños en su media izquierda y blanca, y apagar después el incendio de seda de la otra, liberando uno a uno los minúsculos corchetes que le impiden el paso a la mirada, o desatándose el nudo de su escote como quien desata a un reo y luego a otro. Y me bombardea despiadadamente con sus prendas y apenas colecciono entre mis manos su ropa kamikaze. Y se sienta en la silla con descaro y juega con su pelo oscuramente y me sonríe, sí, y me sonríe y se calza un sombrero con pudor. Luego derrocha el velamen de sus muslos y sus tacones de góticas agujas y desliza la izquierda sobre el brazo de la silla y baila presumiendo de sus interminables formas, riéndose de mi impaciencia y mi pasión. De repente, el suelo de la alcoba es un museo.
Sin embargo, una vez tengo en mis dominios este milagro blanco de su tanga, abrazo la desnudez de la ropa caída, esa ropa que compré cuando todo el amor del mundo cabía entre sus huesos. La rescato del suelo mientras que Penélope me mira largamente sin misericordia y me arroja sus ojos como dardos.
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