Don Hipólito era hombre de intacta apariencia, notable reputación e impecable presencia. Profesor, catedrático de Historia del Arte, era fuente de conocimiento, modelo de conducta y espejo de virtudes. Señor de su casa, cobijo de su madre; nunca se le conocieron malas compañías femeninas aunque dicen (las malas lenguas, por supuesto), que las únicas faldas que levantó en su vida fueron las sayas de vírgenes de gloria que catalogó para su reputada tesina de licenciatura. Un varón, que no dandy, perfecto... en apariencia. Porque el lado oscuro existía en su irreprochable hoja de servicio...
Algo se vislumbraba en su cotidiana compra de la prensa: el diario de las tres letras envolvía a un nostálgico noticiario con nombre de monumento segoviano, que, a su vez, envolvía inconfesables revistas como el Sólomacho, Playmen o el Ososcarnestolendos. Con tan singular y variada información atravesaba el patio de la Facultad donde impartía docencia y entraba diariamente a los servicios masculinos (todo hay que decirlo) de la planta baja. El ritual era bien conocido. Parapetado tras la puerta del fondo donde había realizado algunos orificios (cuidadosamente tapados con papel higiénico), don Hipólito espiaba la bajada de cremalleras de los efímeros visitantes del urinario. Allí vio de todo: pequeños miembros, delgadas flautas, morcones velludos, trancas venosas, morcillas amojamadas y hasta butifarras depiladas y untables en aceite o manteca para la ocasión que lo requiriera. Nadie se percató nunca de su presencia, a pesar de los suspiros que algunas vez dejó escapar al aire mientras sus manos desahogaban sus más bajos instintos...Y eso que la excitación se mantenía en sus clases posteriores, especialmente cuando don Hipólito describía la desnudez del Apollo Bellvedere, los músculos del Hércules Farnesio o la languidez del Baco de Caravaggio...
Pero lo de aquel día fue diferente. En su posición habitual, con los impecables pantalones bajados y desde su observatorio habitual, vio la mayor ocasión que vieron los siglos. Giganta sevillana. Turris Fortísima. Columna Trajana. Badajo de la campana de Santa María. Falo, perdón, Faro de Alejandría... No sabía cuántas podían ser la imágenes que vinieron a su mente cuando, presa de la excitación, cayeron al suelo diversos ejemplares de prensa junto a un egregio catedrático semidesnudo que maldijo a toda la mitología clásica por no haber cerrado el pestillo. El poseedor de tan sorprendente objeto artístico quedó sorprendido al ver a tan reconocido docente agachado, con las nalgas al aire y con tan variadas lecturas desparramadas. Con ojos de deseo apuntó, colocó y encajó. Hasta dentro todo es rabo. Un encuentro que pasó a la historia de tan conocido patio por tres consecuencias: la matrícula de honor que aquel año sacó un desconocido alumno, el enésimo arreglo de los servicios que acometió el Rectorado y un nuevo, y desconcertante himno, que aprobó tan egregia facultad para sus actos protocolarios:
“El patio de mi casa es particular / cuando llueve se moja como los demás/ agáchate y vuélvete a agachar...”
3 comentarios:
Me alegro de reencontralo Maese Rascaviejas.
El gusto es mío, a ver si éste no lo cierran...
honoris causa... cum laude...
desde entonces ni honor... ni afectadas laudes...
mejor elegante y discreta genuflexión...
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