La cena de Nochebuena en familia fue
opípara. Tuve que resistir las miradas lascivas de mis cuñados. Y
eso que mi falda, tal vez más corta de lo habitual para este tipo de
celebraciones, dejaba ver sólo la liga bordada de las medias y algo
del liguero. Al recoger los platos sentí un bulto duro en mis
glúteos mientras la voz de mi cuñado Eloy me susurraba algo al
oído. Pero todo quedó ahí. Ellos se fueron y yo me fui a la cama.
Dormitorio de soltera. Los peluches de siempre. Apagué la luz y caí
en la cuenta de que no le había podido nada a Papá Noel. Cerré los
ojos y formulé un deseo. Con la ayuda del cava me quedé dormida muy
pronto. El sueño me llevó de la mano hasta una sensación que
empezó a bullir entre mis muslos. Las ingles, depiladas y un punto
húmedas, sentían la lengua de un experto. Mi clítoris ardía. Mis
labios se abrieron hasta derramarse en la boca del desconocido. Abrí
los ojos. Blanco y rojo. Me guiñó un ojo mientras la silueta de un
reno se dibujaba en el contraluz de la ventana. Entonces me acordé
del anuncio de Coca Cola que había visto esa misma tarde en el
metro. “Haz feliz a alguien”.
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