viernes, 28 de febrero de 2014

EMPERATRIZ

Ilustración: Raquel Suero

Baile de máscaras. La publicidad no daba lugar al engaño: disfraz libre y máscara obligatoria. Una cuestión de anonimato para la más sugerente de las fiestas.
Cuando opté por transformarme en Casanova no podía intuir que los deseos y las realidades podían formar una pareja tan indisoluble: encajes, sedas, terciopelos y peluca pedían toda una emperatriz para satisfacer mis deseos. Y ha llegado, vaya si ha llegado. En medio de una monotonía de enfermeras trasnochadas, de monjas irreverentes, de brujas narigudas, de policías bien dotados, de generales engominados y de beneméritos provocadores, ha llegado ella, el verdadero cuerpo de la fiesta. Porta una máscara. Y un disfraz tan libre que ha llegado a parecerme inexistente… Cuando ha accedido a bailar conmigo me ha explicado algo sobre un traje nuevo, sobre una tela especial, sobre la magia de una prenda que sólo pueden apreciar los inteligentes y aquellos que sepan interpretar bien su profesión. No sé si es la noche, la magia, el alcohol o el calor de su cercanía, pero hay algo que me confunde. Bailamos más que pegados y mis manos parecen resbalar por una piel desnuda que pasa de tibia a caliente, por unas curvas que pasan de espalda a honestidad perdida, por un cuello que pasa de sugerencia a rotundidad de unos pechos cuya dureza invita al más profundo de los exámenes. Traje nuevo. De emperatriz, creo que me ha dicho. Cuando mis manos se dejan caer entre sus piernas no parece haber obstáculo a la voracidad de mis dedos y no creo recordar aquello de la inteligencia para comprender la calidad de sus pretendidos ropajes. La música apenas camufla un largo y suave gemido en la noche de la apariencia.  Acaba el vals y parece haber terminado un sueño que no sé si he llegado a protagonizar. Baile de máscaras. La ardiente humedad que chorrea entre mis dedos parece confirmar mi sentido de la realidad. Ya puedo confirmar que la emperatriz no ha salido de ningún cuento. Ni colorín. Ni colorado.  


lunes, 24 de febrero de 2014

SENTIR por Martini



El leve ruido de la lluvia de aquella mañana de invierno le despertó.
Aún era temprano. Estaba sola en casa.
Dejó que su cuerpo, perezosamente, se deslizara entre las sábanas.
Se incorporó y se vio reflejada en el espejo que tiene en su dormitorio.
Esbozó una sonrisa, picara y alegre, cuando le recordó;
su primer pensamiento fue para él.
Y allí, frente al espejo, dejó rienda suelta a su imaginación.
Deslizó sus manos sobre sus pechos y las fue bajando lentamente
hasta alcanzar su sexo.
Sintió que él la iba desnudando, despacio, casi ceremoniosamente.
Sintió el calor de sus labios recorrer con sus besos su piel deseosa.
Sintió que su cuerpo se erizaba y se encendía como una hoguera.
Se abrazó a si misma, imaginando que su amante le llevaba por los
caminos del placer, mientras que su sexo, excitado, humedecía sus braguitas de encaje.  Se sintió deseada, feliz, afortunada…. mientras imaginaba la dulzura de su voz.

domingo, 16 de febrero de 2014

EL ALBERGUE por Humberto G.



Compartir la habitación con una extraña siempre puede traer consecuencias imprevistas. Lo pude comprobar hace ya tiempo en lo que llamo mi primera madurez, o última juventud, tiempo en el que todavía no me había acomodado a las rutinas y las bellezas de la cama propia, la habitación serena y las sábanas de hilo blanco. Viajaba sin maletas en aquel entonces y sin lugar fijo de residencia, por un tiempo. Solo y sin saber casi nada de la vida, en fin.
Acabé aquel día en un albergue y en una litera mal llamada. Tenía barrotes como de cama de sanatorio que había visto en películas de guerra. Recuerdo que pensé que sólo quedaba que apareciese la enfermera hermosa con cofia y uniforme celeste. Era un romántico (no sabía nada de la vida).
Una larga caminata buscando no me acuerdo qué me tenía reventado así que no me dio ganas más que de desvestirme y acostarme en la cama de arriba de la litera en aquel cuartucho vacío. Un albergue vacío, la noche, el cansancio: me quede dormido enseguida (era joven).
A media noche, sin embargo, me despertó un ruido. Alguien entró con cuidado en la habitación, se desvistió en la oscuridad y se metió en la cama de debajo de mi litera. Con el rabillo del ojo, semidormido, no pude, sin embargo, evitar cerciorarme del sexo de mi acompañante, por si acaso. Con extrañeza y regocijo vislumbré la forma de unos senos y con ese pequeño robo que me pareció una suerte deliciosa, me adentré en un sueño consolador, hasta cierto punto maternal, y quedé otra vez dormido.
Me desperté de nuevo, no sé si pasó mucho o poco tiempo porque lo pasé dormido y la luz no había cambiado. Un sonido fue el causante de esta nueva interrupción. Un sonido, o una queja... un suspiro o un gemido... :todo ello unido quizás. Mi compañera de litera se estaba masturbando.
Intento hacer memoria. Hago memoria desde entonces para rescatar todos los detalles, para completar el cuadro en toda su cruda y obscena realidad. Era joven y audaz pero mis vivencias eran limitadas y la masturbación femenina era todavía un concepto teórico muy lejos de ser un hecho desvelado, claro, vivido.
Intento recordar aquella escena y ya no sé qué es realidad y qué imaginación. Ella resoplaba como si de dentro surgiera un vaho que pudiera llegar hasta mi: visible; como un rugido sordo pero audible. Notaba acercarse, como una locomotora, la velocidad, porque la respiración era cada vez más rápida, y la litera sufría ya un mecerse que parecía el de un palio de mi tierra. Recordé mi tierra en aquel momento, y el recuerdo me resultó incómodo. Miré, sí. Me asomé. Pero sólo un poco. Si no le importa hacer ruido ni tampoco mover la litera, no le importaría que mirara. Desnuda, de cintura para abajo (una camiseta blanca), se contoneaba encima de la cama, con dos dedos, el índice y el medio de la mano derecha, metidos hasta la empuñadura (otra vez me acordé de mi tierra, un par de semanas después que la otra vez), la base, quiero decir de sus dedos. Como un amasijo de vello suave, esponjoso, voluminoso, que se veía subir y bajar al compás de un chapoteo, que ya se oía, su rugido, cada vez más fuerte, y el movimiento de sus dedos y sus caderas.
El tiempo no existe y la sonrisa no debe existir en ciertas circunstancias. Nunca me he puesto más serio que en ese momento, y tampoco recuerdo el tiempo que duró. De todas maneras el recuerdo hace de aquel momento algo inmortal o tan mortal como yo mismo.
Yo no hice nada. Ni con ella ni conmigo mismo.
Se corrió salvajemente: gritando. Se tapó con la sábana y se durmió después de susurrar:
-Buenas noches.
-Buenas noches -contesté con un sonido casi inaudible en medio de un silencio sobrecogedor.
No acabo de asimilar que podía mover a una joven a deleitarse consigo misma en aquella estancia, en circunstancias tales. Con un hombre que no conocía de nada durmiendo encima, en una litera inmunda. Un acto de exhibición salvaje como nunca he visto.
Para cuando me desperté ya se había ido. Había dejado las sábanas allí, hechas un desorden, miré las sábanas y de sus arrugas parecía emanar un olor dulzón y agrio a la vez, un olor casi visible, el olor de la obscenidad.

miércoles, 12 de febrero de 2014

APOYADA EN EL QUICIO por Assumpta




Apoyada en el quicio, no de la mancebía sino de la puerta de mi bar, lo veo pasar cada mañana. Ventipocos años envueltos en ropa deportiva recorren la calle con un trotecillo alegre que me hace tragar saliva.

Me recreo en sus movimientos, en la perfección de sus piernas, en su pecho jadeante, en su boca... le miro todo el cuerpo con descaro. Nuestras miradas se cruzan, y como no tengo nada que perder, le sonrío. Él sigue con su dulce trotar sin inmutarse. 

Hoy llueve a mares, mi adorado muchacho no saldrá a hacer deporte, pienso. No hay nadie en el bar ni en la calle. Aburrida, miro el reloj, con ganas de irme ya. Entra. Sus ojos lo iluminan todo.

-          ¿Qué vas a tomar? le digo con cortesía.

Veo que tiembla al tomarse su refresco. Mi imaginación ya lo ha desnudado e intento frenar mis muslos que sueñan con atraparlo.

Me coge del brazo diciéndome:

-          Voy a ser muy directo: me doy cuenta que me miras siempre que paso por aquí. ¿Quieres algo conmigo? Yo sí… no dejo de pensar en ti. Perdona si te…

Lo callo con un beso. Para poca vergüenza, mejor ninguna. Apago las luces, cierro la puerta del bar y me meto bajo su paraguas. Me agarra por la cintura mientras caminamos en silencio hasta su casa que está al final de la calle. Nunca un trayecto tan corto me ha parecido tan eterno, ni la lluvia tan seca, ni el frío tan indiferente.

La leona espera con aparente paciencia que su gacela abra la puerta cuyas llaves parecen esquivas. No era la primera vez que estaba con alguien mucho más joven. Llevaré yo las riendas, pensé, la juventud puede ser tan bella como inexperta, pero me equivoqué. Y tanto que me equivoqué: ¡miauuu! Gata ilusa que es una.

-          Lo vamos a pasar muy bien, te lo prometo. Me dice con seguridad.

Apoyada en el quicio, esta vez de su habitación, me deleito viendo como se va desnudando, pero su hermoso cuerpo no puede competir con su rostro. ¡Vaya hombre más guapo por Dios!

Mi cuerpo se paraliza ante tanta belleza junta. Es él, quien con besos, con caricias, me va quitando la ropa y relajando poco a poco. No sé cuántas manos siento por todo mi cuerpo. Dos, pero son muy habilidosas: tocan, acarician, hurgan, dominan... Me tumba en su cama haciéndome poner mis pies sobre sus hombros. La postura es de entrega total, su boca rápidamente se hace dueña del lugar. Su lengua me da un repaso que sus sábanas y yo nunca olvidaremos. ¡Cuánto sabe esta criatura!... Aquí la inexperta soy yo que no puedo controlar mis gemidos que se han convertido en los gritos dislocados, histéricos y sin ritmo de una primeriza. Exhausta y bastante empapada intento corresponderle pero no me lo permite. Me arremete como un toro bravo, aunque con nobleza, mientras me susurra:

-Así te imaginaba cada vez que te veía apoyada en la puerta, así… así… así…

Sus embestidas no solo me dan más placer del que ya acumulaba sino que me espabila y despierta del delicioso yugo de su voluntad. Tomo las riendas. Lamo sus ingles, muerdo sus muslos antes de saborear el manjar que rendido, pero no humillado, queda postrado ante mi boca. Ahora soy yo la que devora a esta gacela traidora, ahora es él quien suplica, quien está a merced de mi lengua. Me detengo, lo dejo con la miel en mis labios, quiero devolverle las embestidas anteriores pero el fiera de mi niño, de mi hombre, tiene otros planes para mí.

Al oírle decir que tengo que relajarme intuyo por ‘donde van los tiros’, sobre todo cuando ya lo siento en mi espalda.  

Decide aprovechar las dos opciones que tiene por delante (en mi caso, detrás). Con una se esmera con suavidad, la otra con ímpetu, vuelve a la primera, parece que se recrea, pero retoma la anterior, con esmero. Me pregunta:

 - ¿por aquí?- y cambia.

- ¿o por aquí mejor?- vuelve a cambiar.

- dime, ¿por dónde te gusta más?- sabe que no tengo respuesta

- ¿prefieres esto?

- Ah… veo que esto más… o no? A ver…

Sigue preguntando y alternando, mis gritos ya me impiden escucharle, hasta que el placer nos vence a los dos.

Apoyada en el quicio, veo en el espejo a una mujer agotada pero que sonríe feliz. Sigue lloviendo a mares.