Apoyada en el quicio, no de la
mancebía sino de la puerta de mi bar, lo veo pasar cada mañana. Ventipocos años
envueltos en ropa deportiva recorren la calle con un trotecillo alegre que me
hace tragar saliva.
Me recreo en sus movimientos, en
la perfección de sus piernas, en su pecho jadeante, en su boca... le miro todo
el cuerpo con descaro. Nuestras miradas se cruzan, y como no tengo nada que
perder, le sonrío. Él sigue con su dulce trotar sin inmutarse.
Hoy llueve a mares, mi adorado
muchacho no saldrá a hacer deporte, pienso. No hay nadie en el bar ni en la
calle. Aburrida, miro el reloj, con ganas de irme ya. Entra. Sus ojos lo
iluminan todo.
-
¿Qué vas a tomar? le digo con cortesía.
Veo que tiembla al tomarse su
refresco. Mi imaginación ya lo ha desnudado e intento frenar mis muslos que
sueñan con atraparlo.
Me coge del brazo diciéndome:
-
Voy a ser muy directo: me doy cuenta que me miras siempre que paso por
aquí. ¿Quieres algo conmigo? Yo sí… no dejo de pensar en ti. Perdona si te…
Lo callo con un beso. Para poca
vergüenza, mejor ninguna. Apago las luces, cierro la puerta del bar y me meto
bajo su paraguas. Me agarra por la cintura mientras caminamos en silencio hasta
su casa que está al final de la calle. Nunca un trayecto tan corto me ha
parecido tan eterno, ni la lluvia tan seca, ni el frío tan indiferente.
La leona espera con aparente
paciencia que su gacela abra la puerta cuyas llaves parecen esquivas. No era la
primera vez que estaba con alguien mucho más joven. Llevaré yo las riendas,
pensé, la juventud puede ser tan bella como inexperta, pero me equivoqué. Y
tanto que me equivoqué: ¡miauuu! Gata ilusa que es una.
-
Lo vamos a pasar muy bien, te lo prometo. Me dice con seguridad.
Apoyada en el quicio, esta vez de
su habitación, me deleito viendo como se va desnudando, pero su hermoso cuerpo
no puede competir con su rostro. ¡Vaya hombre más guapo por Dios!
Mi cuerpo se paraliza ante tanta
belleza junta. Es él, quien con besos, con caricias, me va quitando la ropa y
relajando poco a poco. No sé cuántas manos siento por todo mi cuerpo. Dos, pero
son muy habilidosas: tocan, acarician, hurgan, dominan... Me tumba en su cama
haciéndome poner mis pies sobre sus hombros. La postura es de entrega total, su
boca rápidamente se hace dueña del lugar. Su lengua me da un repaso que sus
sábanas y yo nunca olvidaremos. ¡Cuánto sabe esta criatura!... Aquí la
inexperta soy yo que no puedo controlar mis gemidos que se han convertido en los
gritos dislocados, histéricos y sin ritmo de una primeriza. Exhausta y bastante
empapada intento corresponderle pero no me lo permite. Me arremete como un toro
bravo, aunque con nobleza, mientras me susurra:
-Así te imaginaba cada vez que te
veía apoyada en la puerta, así… así… así…
Sus embestidas no solo me dan más
placer del que ya acumulaba sino que me espabila y despierta del delicioso yugo
de su voluntad. Tomo las riendas. Lamo sus ingles, muerdo sus muslos antes de
saborear el manjar que rendido, pero no humillado, queda postrado ante mi boca.
Ahora soy yo la que devora a esta gacela traidora, ahora es él quien suplica,
quien está a merced de mi lengua. Me detengo, lo dejo con la miel en mis
labios, quiero devolverle las embestidas anteriores pero el fiera de mi niño,
de mi hombre, tiene otros planes para mí.
Al oírle decir que tengo que
relajarme intuyo por ‘donde van los tiros’, sobre todo cuando ya lo siento en
mi espalda.
Decide aprovechar las dos
opciones que tiene por delante (en mi caso, detrás). Con una se esmera con
suavidad, la otra con ímpetu, vuelve a la primera, parece que se recrea, pero
retoma la anterior, con esmero. Me pregunta:
- ¿por aquí?- y cambia.
- ¿o por aquí mejor?- vuelve a
cambiar.
- dime, ¿por dónde te gusta más?-
sabe que no tengo respuesta
- ¿prefieres esto?
- Ah… veo que esto más… o no? A
ver…
Sigue preguntando y alternando,
mis gritos ya me impiden escucharle, hasta que el placer nos vence a los dos.
Apoyada en el quicio, veo en el
espejo a una mujer agotada pero que sonríe feliz. Sigue lloviendo a mares.