Ilustración: Raquel Suero
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Cada
mañana se cuelga sus alas para trabajar y sus alas para soñar. Sueña et labora.
A veinte metros sobre el suelo podría
ser el título de un folletín romántico, pero, para ella, el trapecio no es
figura geométrica sino lugar de trabajo. Y de sueños. Y de deseos. Cada día
ensaya con su ángel de la guarda en las alturas: estiramientos, tensión,
distensión, relajación, piernas al cielo, mano en la cintura, cadera en la
cadera… Preparativos al salto mortal que pregonará, en funciones de mañana y tarde,
la voz obesa de un presentador decimonónico. Ensayo tras ensayo, sueña con el
triple mortal de las grandes funciones, pero no deja de suspirar con esas manos
fuera de lugar, tocando más que rozando, disfrutando más que conteniendo.
Hoy
es día de función doble y el rito y la regla se han repetido bajo el círculo de
luz que los ha enmarcado en la oscuridad del espectáculo. En la primera función
se ha repetido el milagro. Triple salto mortal, aunque nadie ha notado su
sensación de vacío. Por la tarde ha decidido alterar las reglas. Adiós a la
norma, bienvenido el sueño. Eso ha pensado mientras se ataba las estúpidas alas
de plumas que la transforman en el escenario. Sueño que parecía una premonición
cuando, entre gritos engolados de obesidad decimonónica, ha notado la avería
del cañón de luz. No ha notado el círculo luminoso. Sí ha notado las manos en
su cintura. Y en sus caderas. Y en su entrepierna. Y en su sexo. Su ángel
parecía haber perdido las alas y haberse convertido en demonio con dedo
acusador de sus profundidades. No han sido las piernas las únicas que han
llegado al cielo. Triple ha sido el gemido. Al aparecer el foco de luz, el
vacío ha inundado el centro. La emoción ya había dado su salto. Milagro que no
haya sido mortal. A veinte metros, la nada. En el suelo, el todo. Algunos
hablan de inconsciencia, pero, en la camilla,
promete atarse todos los días sus alas para soñar…
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