Se paró el tiempo en el templado reloj
de su cuerpo bruñido. Cerró los ojos al aire del abanico de sus frágiles
pestañas y sus gráciles manos anduvieron perdidas por los montes y laderas del
sexo, hasta alcanzar el vergel olímpico donde se liba la ambrosía.
Ella era el perfume de su propia esencia, la
fragancia absoluta del jugo que desgrana la ciencia de los sentidos.
Allá, afuera, el sonido del agua se
convirtió en música, la languidez de sus dedos marcaban los latidos del corazón
cuando vibra al ritmo de su propio gozo; y sin conciencia de sí misma,
permitiéndose el lujo de no engañar ni engañarse, saciando la sed, incluso
antes de descubrirla, rompió la cinta de llegada y entró en éxtasis; y soñó, soñó
que el champán corría burbujeante y se derramaba como una caricia sobre su
aterciopelada piel;y sintió, sintió en sus cálidos muslos el morbo del liguero
rojo que le había regalado y que le abrazaba con el roce juguetón del encaje de
seda y que suspiraba ante el tesoro mejor guardado para el amado, el mismo que ofrecería
esa Nochevieja para darle de beber mientras luciría, espectacularmente, sobre
sus zapatos de tacones de vértigo.
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