En
la iconoteca de la entrepierna me faltaba registrar, entre otras muchas, no ya
la del muerto petrificado del cementerio galo -que también-, con erección
romántica y solitaria, ajena, bruñida y enorme, demasiado lejana para emprender
críticas a políticas de taparrabos económicos, sino la de aquel que hubiera
roto las tardes soporíferas del verano en una pequeña habitación de recinto
sagrado con ínfulas de profano.
El
vino de misa, ámbar antediluviano en vaso pequeño, era como una declaración de
intenciones confesada, manchando la boca en breves sorbos golosos, tanto como
los dibujados mordisqueos cernudianos a las yemas de los labios de los ángeles
engañosos.
El
rededor turbio era la vista hacia el sendero engañoso del pudoroso escondite en
el hueco de la puerta, donde empezabas a tocarme, mientras perpleja e inocente,
áspera, sobria, la cama no podía existir, salvo en la retahíla lenta y escueta,
perfectamente atada al parámetro grabado a fuego del que fue párvulo estudiante
de la teología más ajena al placer estallado.
Vuelves
a empezar a besarme y no sé si quiero el retorno de mi mano hacia lo
sorprendente de tu pantalón, gris o beige, que siempre fuiste muy serio en la
vestimenta de tu clásico deseo de descollante niño de pueblo.
Y no lo sé, ni me importa recordarlo, de nuevo,
porque ando pensando igual que entre tus breves paredes, loca, soñando en
alborotar el pelo negro del bolero que me enturbia, porque, ahora, también me
muero, me muero...
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