“Llevamos la vida en traje de reloj”. No sé quién coño dijo la frase, pero se me vino a la mente cuando aquel sudoroso recepcionista del hotel nos cobró la habitación por anticipado. Me adelanto al tiempo, dijo el cabronazo. Tiempo de placer, pensé, aunque corto me lo fiaban. Tiempo pagosá, dijo ella, aunque su sentido del tiempo distara mucho del nuestro. Ella era así: muy juguetona, algo jaquetona y con recuerdos de la jinetera que, tiempo atrás, muchos decían que fue. Así era Juana la Correcaminos, campeona de atletismo, un apodo de doble sentido proveniente de un tiempo lejano. El tiempo que no me sobraba. Yo soy de los de hecho y por derecho. De los que mete mano directa y de los que palpa donde haya. Y no me gusta correr. Aquel enorme pandero reventón, aquel tanguita a punto de estallar y aquellos pezones generosos merecían mi tiempo y el del mundo… Mundo, demonio y carnes mulatas tensadas a golpe de cronómetro y de nuevas marcas. Como la marca de récord que llevábamos: ella en posición de salida, con la mirada al frente y hasta el último músculo de sus piernas en tensión. Yo por detrás… No en el tiempo sino en la postura. Una carrera de fondo. Con ritmos y pulsaciones acompasadas: las de sus pezones bailando ante cada acometida. Cadera, nalga, cadera, nalga, Delante, detrás, delante, detrás… Yo que no alcanzaba a llegar y el tiempo que me alcanzaba a mí… Pasaban minutos y hasta horas. Del medio fondo a la larga distancia. Sudaba hasta mi último poro. Cronómetro por montera y la meta que no llegaba. Y eso que estaba a punto. Podía intuirla en el horizonte. Tiempo al tiempo. Sudores aparte. La foto finish la hizo el puto recepcionista llamando con fuerza a la puerta en el sprint final. No olvido sus palabras:
- No es cuestión de correr… se acabó el tiempo, dijo con su estúpida voz.
- La cuestión es correrse, pensé para mis adentros.
- Mi amol, el tiempo es la cuestión, me escupió entre jadeos la atlética Correcaminos…
Aquel día comprendí por qué a mi santa esposa no le gustan las Olimpiadas…