-...como mi novio, que
siempre me decía: “Te la voy a meter hasta el fondo”
Me lo dijo después de un
silencio en la conversación. O no sé cuando porque ya no recuerdo más que la
frase. Eso sí, me acuerdo de que me dijo semejante cosa sin venir a cuento. Yo
me quedé de piedra ante la espartana, sincera y clara aseveración con
intenciones de su novio. Y también me pregunté si no era frase prestada ya que
la joven no me parecía que lo hubiera tenido.
- Eres el demonio
Lo que sí tenía y eran muy
suyos eran unas aureolas minúsculas del tamaño de los de un hombre, que no
había visto yo unos iguales, pero de mujer en el color, rosa claro. El pezón:
como una alubia. No sé que día de los que salimos juntos empezó a dejarme ver
sus senos blancos adornados con su pequeña aureola rosa. Horas enteras que
duraban instantes, arrebatados ambos en ese abrazo y yo queriendo comunicarme
con sus senos en secreto, acercándole a ellos mis labios para que se enteraran
bien, en silencio sólo rotos por respiraciones, cambios de posturas y algo así
como sorbos mal dados. Horas de ensimismamiento, embriagadoras, dedicadas
plenamente al hedonismo, al placer de acariciar yo sus senos y ella mi cabeza. Supongo que ella me
acariciaba la cabeza por no quedarse quieta.
Del tiempo que pasamos
juntos a partir de aquel día indefinido tengo sólo el recuerdo de la libertad
que me daba de cintura para arriba y lo rápido que pasaba ese momento y por
supuesto, del último día que la vi. Ese último día en que no creí en su frase
la de su novio, por su voz pueril y por
cosas que me había dicho antes.
-Si te hubieras enrollado
con una de mis amigas ya habrías obtenido lo que quieres.
Lo que quiso fue
sorprenderme con aquella frase. Y lo hizo. Por su contundencia. Y esa última
noche, la de la frase contundente, se colocó encima mía. Sin la parte de arriba
pero con la de abajo: unos vaqueros elásticos. Y me besaba y decía: “Qué me
gustas” y lo del demonio. Poco a poco, como ella era pequeña y yo tenía los
brazos muy largos, empezando desde donde mis manos se colocaron azarosamente en
un primer momento: el talle, fui deslizando mi mano por entre el pantalón
vaquero, y fui adentrándome por la raja de las nalgas, más caliente cuanto más
lejos. Con los ojos cerrados, a ciegas, se imagina distinto lo que se toca. No
puedo explicarlo. Daba igual, casi mejor. Iba notando el calor fluyendo de
aquella gruta que sólo podía imaginar. Se me alargaba el brazo y ella se
encogía, de modo que sólo con la punta de lo dedos pude darme cuenta de que en esa zona más
caliente mis dedos se mojaban levemente en un charco que denotaba que no era yo
el único que estaba así. Ella besaba con más fuerza entonces y, como en un
potro del medievo, se alargaba mi cuello por su empuje y mis brazos por el mío,
en cada esfuerzo un poco más y ella se tensaba y alargaba contracorriente, y me
dolían los brazos... y conseguía llegar un poco más lejos, ya se mojaban mis
dedos con una abundancia que me esperanzó la entrega cuando...
-Ya está
Y se levantó de un salto como
una gimnasta. Nunca la vi tan guapa como cuando se colocó su camisa y esa
imagen quedó unida a la de ella en mi recuerdo junto con el sentimiento que me
embargó allí acostado, dolorido, frustrado, y melancólico, un sentimiento que
sólo puedo describir como de indeterminación.
Esos días que duró
aquello, que no puedo calificar, supusieron un dolor físico que tardó tiempo en
reponerse y además, un desgaste mental. Todo ello una tortura que me convirtió
a mi en otro hombre y a ella, en mi recuerdo, en una torturadora.
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