Lo reconozco: nunca me importó que mi novia fuera una friki. Ya sé que los demás hacían comentarios y esas cosas, pero a mí me gustaba. Le veía encanto a esa trenza que se colocaba como si fuera la princesa Leia y me hacía gracia cuando, en la intimidad de la batalla, acariciaba el vello de mi cuerpo llamándome Chewaka. Incluso acepté en entrar en sus juegos de príncipes y princesas, de posturas inverosímiles mientras me llamaba Yodita o de movimientos violentos con mi miembro cuando decía controlar la nave. Hasta me tatué R2D2 muy por debajo de mi ombligo, unas siglas que el tatuador jovenzuelo que me tocó entendió como una clave…
Pero lo mejor estaba por llegar. Me propuso una especie de combate total en el que debía colocarme una máscara de Dart Vader. La máscara y nada más. La sorpresa ha sido que ella ha venido muy bien acompañada. El combate está dispuesto. Mi respiración, más que en ninguna otra ocasión, está entrecortada. Mi espada láser, enrojecida como nunca, está dispuesta para la batalla…
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