Papá nunca entendió mi predilección por las clases bajas. Así las llamaba su egregia majestad. Mamá si entendió mi gusto por los zapatos, ella los valoraba tanto como yo apreciaba sus efectos. Nada como un buen tacón: eleva, estira, tensa y coloca a todas en su sitio. Su elección es una decisión importante…
También lo era la mía. Para siempre. Con vocación de eternidad. Con finalidad de procreación. Esto siempre me atrajo más… Por eso realicé la misión encomendada con tantas cautelas. Fueron muchas las llamadas pero sólo una sería la escogida. No podía precipitarme. Me rondaron jovencitas inexpertas, cursis damiselas, maduras siliconadas y distinguidas señoronas. Muchas apariencias y pocas realidades. Calabazas para mis aspiraciones. Pasaron por mi real lecho y la realidad no estuvo a la altura de mis deseos. Todo un baile de principiantas que nunca dieron la talla. Hasta que llegó ella. Tarde y con prisas. Mala tarjeta de presentación que cambió en las distancias cortas. Parecía princesa por fuera y bien que se esforzaba en demostrarlo. La leve resistencia que ofreció a mis experimentadas manos encendió hasta el rincón más profundo de mis deseos. Espejismo de superficie: con la desnudez apareció la mujer que moldeaban las hadas de mis sueños. Perfección de formas, blancura de piel, turgencia liberada de sus pechos y misterioso sexo que se abría a mis reales apetencias. No consintió que le quitara los zapatos y bien que se lo agradecí. Cada acometida en el lecho la fue descubriendo como la sirvienta que accede a todos las posturas. Alcanzables e inalcanzables. Como ella: princesa por fuera y criada por dentro. La reina de mis fantasías…
No caben dudas. La elección ya está hecha. He ordenado destruir todos los relojes del reino…