Iván
estaba desnudo y recostado contra el cabecero de la cama. La almohada le hacía
de respaldo mientras, entre las volutas de humo de un Gitanes sin boquilla que
ella le había encendido, observaba la lenta ceremonia de la hembra vistiéndose.
Poco a poco, la mujer madura y salvaje que había estado entre sus brazos en
aquella impersonal habitación de hotel de carretera, se iba reconstruyendo como
esa elegante dama a quien la buena sociedad sevillana apreciaba por sus muchas
y caritativas virtudes.
La
seda labrada de encajes de una minúscula braguita se adaptaba como un tatuaje a
sus nalgas endurecidas en el gimnasio. Con escrupulosa parsimonia, desenrollaba
a lo largo de aquellas interminables piernas la piel de sus finas medias de
importación. Piernas que minutos antes se habían ofrecido cual compás abierto
en una trifulca obscena de sudores, flujos y salivas
El
aroma amargo del cigarrillo se confundía en el paladar de Iván Sánchez con la
fragancia de la piel y el sabor genital de la señora que tenía encandilados a
los sectores más elitistas e influyentes de la ciudad.
-¿Por
qué hace esto? Susurró el joven amante, después de exhalar la última calada
del cigarrillo hacia el techo y deslizarse de nuevo sobre la cama en una
actitud procaz más propia de un rufián de barrio que del camarero del exclusivo
club social en el que trabajaba.
La
dama no respondió. Se colocaba el sujetador del revés sobre el fino y liso
vientre para en un gesto tan rápido como preciso girarlo sobre su cintura hasta
dejar las copas sobre los senos aún firmes pese a sus 50 años recién cumplidos.
-¿Por
qué lo hace? Insistió el joven.
La
señora ya estaba vestida y sobre las agujas de los tacones de terciopelo negro
se colocaba frente al sencillo espejo del hotel unos pendientes que su marido
le había regalado días antes en la concurrida fiesta de su aniversario de
bodas.
Ella
respondió al joven reflejado en el espejo, con la negra melena -como hebras de
grafito- ladeada, buscando con sus dedos tallados durante largas sesiones
de manicura, engarzar el orificio del lóbulo de su oreja:
-Querido,
es la diferencia entre comprar fruta en el supermercado o saltar
el cercado de una finca y robarla. La emoción del riesgo y el morbo por
transgredir lo prohibido.
“Comprar
fruta o robar fruta”, pensó el joven amante mientras contemplaba con admiración
la elegante y distinguida figura de aquella mujer que apenas sin conocerlo se
había entregado a un festejo de sexo lúbrico, salvaje y sin limitaciones.
Aturdido
pero orgulloso de haber dado satisfacción a los más oscuros instintos que ella
le había sugerido entre jadeos, mordiscos y besos oscuros; el joven camarero
que unas horas antes servía té con limón en el círculo de beneficencia al que
pertenecía aquella imponente hembra, repreguntó con tono titubeante:
-¿Cuándo...
la volveré... a ver?
La
señora frente al espejo apretaba sus labios recién pintados, uno contra el
otro, sin dirigir la mirada de sus ojos tan verdes como el primer aceite del
año hacia el atractivo sirviente que yacía vigorosamente desnudo sobre el
desorden de sábanas de aquella habitación alquilada por horas.
Finalmente,
mientras cerraba su bolso le dirigió una gélida, distante y casi despectiva
mirada y con apenas media sonrisa descolgada sobre su boca le dijo silabeando
lánguidamente:
-Cielo,
se te acaba de poner carita de plátano de Mercadona.
Alejándose
por el pasillo, la firme secuencia del sonido de sus tacones se apagaba a sus
oídos y el amante casual empezó a tener la certeza de que nunca volvería a
estar con aquella mujer.